La gente había dejado de
entenderle. Cada palabra que decía parecía ser solamente un balbuceo para los
demás, a pesar de que él mismo las escuchaba y las entendía muy claramente.
Cuando abría la boca para decir algo, todos huían. Poco a poco, todo se fue
tornando borroso, hasta que perdió la conciencia.
Cuando despertó, lo primero que vio
fue algo que parecían sus propias piernas, tiradas a unos cuantos metros de
distancia; examinó sus cercanías y solo pudo ver sangre, llamas, humo y
escombros, hasta que de repente, en una vitrina frente a él, pudo cruzar su
mirada con la de alguien más, alguien que no estuviera huyendo por lo menos. En
el reflejo se encontró con la mirada de una mujer que no paraba de verlo, parecía
estar atrapada entre unas cosas que se asemejaban a espinas, tubos o huesos, no
estaba seguro. Trató de decirle que la salvaría, pero cuando abrió la boca para
hablar, la mujer comenzó a gritar. Levantó la mirada y vio unos ojos rojos, no
como la sangre, sino como las brazas ardientes de una fogata. El terror lo
invadió y quiso huir, pero los gritos de la mujer no se alejaban, sin importar
cuánto corriera.
Se detuvo cuando a lo lejos
aparecieron una vez más los ojos ardientes; esta vez se acercó para mirarlos
con detenimiento en el espejo. Había tristeza y miedo en ellos, le recordaban una mirada que ya conocía.